Escritos

El hechizo Charoí

–         Insectos de la noche. Dos pasos, tres tal vez. Ojos de escorpión, negros ojos negros. Tres pasos, y uno más. Moras verdes, y hojas de eucalipto.

–         No hagas eso. Espera. – Estaba enojada, aquel juego no le gustaba. Pero su hermana la ignoró y siguió leyendo.

–         El beso de dos niños. – Dicho esto, se inclinó sobre la cazerola de barro y tocó el agua caliente con sus labios. Luego levantó la cabeza y la miró– Venga, ahora tú.

La pequeña Alma no quería estar allí. Aquel juego no le gustaba. Las dos velas que habían cogido del armario de su mamá parpadeaban constantemente, amenazando en apagarse y dejar a oscuras el viejo desván.

–         No quiero hacerlo. Patri, vámonos, por favor.

Pero Patricia volvió a insistir.

–         Ahora ya es demasiado tarde, ya hemos empezado. No podemos dejar las cosas así. ¿No lo entiendes? Podría ser peligroso.

–         Pero, Patri, mamá… – La pequeña estaba empezando a asustarse de verdad. No quería hacer enfadar a su hemana mayor, pero sabía que a mamá no le iba a hacer gracia todo aquel juego del caldero. Habían cogido cosas que nunca les dejaba coger, y además era de noche, y desde hacía veinte minutos debían estar en la cama. – Mamá se enfadará.

–         Mira Alma, sino lo haces esta noche vendrá la bruja – Mientras hablaba levantó el libro y le mostró la ilustración de una vieja con cara desagradable a la que le faltaban unos dientes- vendrá cuando estés dormida, te meterá un saco y te llevará volando a su casa. Mañana mismo estarás tu misma dentro de un cazo como este.

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Alma no pudo evitarlo, empezó a sollozar. Dos lagrimones de color plateado le resbalaron por las mejillas. Sabía que aquello era mentira, y que Patricia sólo estaba tratando de asustarla. Pero la imagen del caldero al fuego y la llama de los dos cirios hacían muy creíble la idea de que en cualquier momento pudiera llegar una bruja y asomarse por la ventana.

Patricia cambio de expresión cuando su hermana empezó a llorar. Reflexionó un poco sobre el efecto de sus palabras y decidió que había sido un poco cruel. Cerró el libro con cuidado después de señalar la página del hechizo Charoí, y lo dejó a un lado sobre la manta en la que se encontraba sentada. Luego se acercó gateando hasta donde estaba su hermanita y se sentó a su lado.

–         Lo siento, Alma. Me he pasado. No quería que te asustaras.

Mientras intentaba consolarla con palabras, le pasó la mano por la espalda y la atrajo hacia su regazo. Luego le acarició el cabello dorado y escuchó, con alivio, como el llanto de su hermana empezaba a remitir.

–         ¿Me perdonas? – Preguntó con la voz más dulce que era capaz de poner.

La pequeña Alma se frotó los ojos con las manos y luego bostezó. Tenía la cara húmeda y sus bonitos ojos verdes se habían enrojecido. Sin decir una palabra, se incorporó lentamente y luego se quedó mirando a su hermana, primero con una expresión de enfado que cambió rápidamente a comprensión, y finalmente transformó su boca en una sonrisa.

–         Sí, te perdono.- Dijo mientras volvía a frotarse los ojos con la palma de la mano y volvía la cabeza hacia la cazuela –  Sólo es un besito.

Y entonces se iclinó sobre el cazo y depositó su beso en la superficie de agua caliente. El contacto del agua en sus labios le produjo un leve cosquilleo. Una última lágrima calló directamente de sus ojos y se perdió en la oscuridad al fondo del recipiente. Su hermana, que ya no esperaba que ella siguiera participando en el hechizo, soltó una risa inquieta, y luego premió a Alma con un beso en la nuca.

– Muy bien, hermanita.

De un salto, Patricia volvió a su sitio. Tomó rápidamente el libro y lo abrió por la página catorce, donde el título Charoí, y la imagen de la bruja acompañaban al verso mágico. El hechizo que había elegido cuidadosamente entre los otros veinte, era un hechizo de buena suerte. Su nombre sonaba exótico y eficaz, Charoí, y había atraído la atención de Patricia. En la imagen, la bruja fea bebía una pócima de color rosa y se transformaba en una bonita joven. A Patri le recordaba al cuento de Blancanieves, sólo que al revés, pues en el cuento, la madastra que en cierto modo era guapa, se convertía en una vieja encorvada con una berruga en la nariz. La bruja del libro era un poco distinta a la del cuento, pero de todas formas, las dos vestían de negro y las dos eran brujas.

–         El pétado de una rosa roja, que conserva el cristal del rocío, tomado al amanecer.

Alma observó a su hermana buscar dentro de la bolsa azul del colegio. Allí habían guardado todo lo que habían recogido ese día para hacer el juego por la noche. Patricia tomó un pétalo rojo con delicadeza, Alma dudó que conservara la humedad del rocío a esas horas, pero lo habían cortado muy temprano, antes de ir a la escuela, al amanecer. Pensó que aquello era una de las cosas que menos gracia le haría a su madre, si llegaba a enterarse; pues cortar uno de los pétalos de las rosas del jardín para un juego, era algo que no se libraría de castigo.

Patricia dejó caer el pétalo. Bailó un poco en el aire y luego se posó en la superficie del agua. Se quedó flotando unos instantes mientras los bordes se iban empapando, luego Patri lo empujó con el dedo hacia abajo, y el pétalo se hundió al fondo con el resto de ingredientes. Ahora ya no podía distinguirse que habían echado allí dentro, bajo el agua había una extraña masa oscura que se pegaba a las paredes.

Junto al pétalo de rosa y los dos besos, había al menos seis o siete cosas más hundidas en la cazuela. Claro que no habían podido encontrar ojos de escorpión, pero Patricia había insistido en que los ojos de saltamontes eran igual de útiles. Y Alma no temió que este cambio alterara al resultado del hechizo, porque desde un principio no creyó que fuera a funcionar. Por eso mismo, al final había accedido a depositar un beso sobre el agua. Era un juego al fin y al cabo. Sólo que ahora, también una lágrima suya reposaba en algún lugar del caldo mágico. Un ingrediente, que ninguna de las dos, ni el propio libro, habían tenido en cuenta.

Del borde de barro aún se desprendía una nube de vapor, la pócima aún seguía caliente. Antes de subir al desván con todo lo necesario, Patricia habia puesto al fuego la cacerola con agua del grifo. Su madre nunca les dejaba encender el fuego ni jugar con la cocina, pero aquella era una más de las normas que habían quebrantado ese día, y en esos momentos ya no le importaba. Con el agua casi hirviendo y protegiéndose con dos paños de tela, las dos habían subido con cuidado las escaleras que llegaban al desván. Alma, que había empezado a preocuparse por el tipo de juego en el que estaba pensando su hermana, temió que tropezaran y el agua se derramara por la alfombra. Hubieran hecho un desastre, pero tal vez, hubiera sido lo mejor.

–         ¿Crees que aún funcionará? – Preguntó a su hemana mayor casi con un susurro, en el intento de que se diera por vencida.

–         Shssss. Silencio… Claro que sí. Lo estamos haciendo bien.

“Lo estamos haciendo bien”, pensó Alma, “¿Qué hemos hecho precisamente bien desde que nos hemos levantado esta mañana?” se preguntó. Pero Patricia no compartía sus dudas, estaba completamente absorta en la lectura y trataba de poner el máximo esmero en leer cada palabra y depositar cada ingrediente.

–         Cabello dorado, como el oro. Como el sol de la mañana, fino, de seda.

La pequeña, que no estaba prestando atención a sus palabras se sobresaltó al ver como su hermana sacaba de la bolsa unas largas tijeras de cocina. La hoja de metal, brilló cuando la luz de la vela relució anaranjada.

–         ¿Qué vas a hacer con eso? Basta ya, ¿quieres?- Protestó Alma.

–         Sólo será uno. Un pelo. Mira, lo dice aquí – dijo mientras señalaba con el pulgar la frase en concreto donde se mencionaba el cabello dorado – Sólo uno. Además, el mío no vale, yo soy morena.

Patricia meneó la cabeza dejando ondear su melena castaña. Aunque eran hermanas, no se parecían demasiado. Patricia, morena de piel, con el pelo castaño y rizado, y Alma, al contrario, mucho más blanca y rubia. Aunque ambas tenían un rasgo en común, los ojos verdes. No un verde muy corriente, sino verde oscuro, como el color que tomaba el mar algunas tardes de otoño. Un verde muy peculiar, el mismo que la esmeralda. En la oscuridad del desván, aún eran más oscuros.

–         No hace falta eso – dijo horrorizada y señaló directamente a las tijeras – guárdalo anda, que podemos hacernos daño.

Entonces con una mano derecha tomó un largo cabello rubio, y con la otra dio un pequeño tirón para desprenderlo. Apretó los dientes y tensó las mejillas. Pero apenas le dolió cuando consiguió arrancarlo. Luego lo sostuvo con los dedos y lo expuso a la luz. Era muy fino, casi transparente.

–         Ves – le dijo a su hermana – así es más fácil.

Luego lo dejó caer al agua y una vez más, el nuevo ingrediente se perdió en la oscuridad. Esta vez, a Alma le pareció ver cómo una burbuja muy pequeña afloraba a la superficie, y entonces se sorprendió preguntándose a si misma si aquello era señal de que estaba dando resultado. “No seas tonta”, le reprendió una voz que sonaba en su cabeza, una voz que le recordaba mucho a la de mamá.

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–         ¿Qué más? ¿qué más? – Preguntaba su hermana, aunque no le hablaba a Alma, sino a ella misma, o quizás al propio libro. Seguía leyendo, sacaba algo de la bolsa y luego lo mezclaba con el resto. Un poco de sal, una hoja de periódico, tres ramas de laurel, una foto vieja,…

Alma dejó de prestar atención a su hermana y a la poción mágica. Estaba bastante cansada. Y en los últimos cinco minutos había bostezado al menos diez veces. Le hubiera gustado acostarse en ese momento, aunque fuera sobre la manta que tenía bajo los pies. Eran las once pasadas. Mamá nunca les dejaba estar despiertas hasta tan tarde, aquel día se había marchado a cenar y dijo que volvería poco antes de las doce. Alma miraba el reloj constantemente, temiendo que el tiempo avanzara demasiado rápido y que en cualquier momento llegara mamá a casa. Pero aún faltaba casi una hora para las doce. Les había hecho la cena a las nueve, y les había despedido. Era la segunda vez que se quedaban solas en casa por la noche, mamá ya consideraba suficientemente responsable a Patricia, que el próximo marzo cumplía los trece años. Pero Patricia, que llevaba tres días leyendo el libro de hechizos, ya tenía una idea para aquella noche. Y justo cuando debían haber estado cepillándose los dientes para acostarse, ella recogía el último ingrediente que le faltaba, la caja de cerillas. Ahora, había llegado el momento de utilizarla. Y tras abrir la cremallera de la bolsa azul, sacó la pequeña caja de cartón.

–         Fuego. La llama roja que consume la vida. Fuego, haz arder con tu fuerza el Charoí, y purifica mi vida para que la buena ventura me proteja, – Alma no entendió que se proponía a hacer su hermana, Patricia la miró con una sonrisa y corrigió – para que la buena ventura nos proteja, a las dos.

Entonces abrió la cajita que tenía en las manos y extrajo un pequeño palo de madera, Alma intentó comprender que era, y cuando su hermana hizo el gesto de frotar el palito contra la caja comprendió. Fuego. Intentó detenerla con un rápido manotazo, pero la cerilla ya prendía y una pálida llama de color azul claro nació del pequeño fósforo.

–         ¿Pero qué haces, tonta? – le gritó Patricia.

–         ¿Qué haces tú? No debemos jugar con eso. Lo sabes de sobra.

–         Pero no pasa nada, mira – dijo mientras le acercaba la cerilla – No pasa nada.

Cuando la tuvo suficientemente cerca Alma sopló para apagarla, la llama azul pálido desapareció por un momentó, pero de inmediato volvió a aparecer más cerca de los dedos de Patricia. Ella, abrió la boca y dio un pequeño grito. Dejó caer la cerilla.

–         ¡Ay! Me has quemado, idiota. – Se quejó mientras se llevaba el dedo índice a la boca.

Pero Alma parecía alarmada por otro motivo. La cerilla había caído sobre la manta, pero en lugar de apagarse había empezado a prenderla. La llama anaranjada de los dos cirios se apagó de repente y por un momento la habitación quedó a oscuras. Entonces, la manta gris del suelo empezó a arder rápidamente, desprendiendo un desagradable olor a quemado.   

Patricia sintió como el corazón le daba un vuelco, aquello no estaba previsto. Por un momento pareció hipnotizada por el candor de las llamaradas amarillas que engullían la manta. Pero al respirar el humo que desprendían empezó a toser. Y apoyándose en las manos, se apartó hacia atrás. Alma, que vio como su hermana era incapaz de hacer nada por apagar el fuego, tomó el cazo con las dos manos. Aún estaba caliente, aunque no le quemó los dedos. Lo sostuvo en horizontal y se levantó, muy lentamente (pues la cazuela de barro llena de pócima pesaba mucho), luego la volcó sin vacilación sobre el fuego. Se escuchó el grito de las llamas cuando empezaron a extinguirse, pero Alma creyó que no iba a ser suficiente, y que con aquella agua no podría sofocarlo. Finalmente resultó, y de pronto se apagó. La habitación volvió a quedarse en la oscuridad salvo un denso humo blanco que se escapaba en finas hebras entre los agujeros de la lana quemada.

Patricia seguía sentada dos metros más adelante. Sin moverse, sin poder creer que había sido su hermana pequeña la que había podido dominar el pequeño incendio doméstico. Volvió a toser un par de veces, el humo se le había pegado a la garganta como un velo esponjoso, y entonces, fue ella quien empezó a llorar.

Su hermana pequeña se acercó muy despacio, se arrodilló a su lado y luego la abrazó. Había estado muy mal todo lo que habían hecho, el juego no había sido sensato y al final habían pagado su culpa. Sólo que, las cosas hubieran podido torcerse, podían considerarse bastante afortunadas. Las dos niñas quedaron abrazadas, mirándose y llorando. Una de agradecimiento, la otra de confusión.

El humo blanco las envolvió, era del color del algodón, y a pesar de las sombras del desván resplandecía con luz blanca, como si fuera artificial. Las rodeo con sus brazos, les acaricio el pelo y el rostro, luego les beso las mejillas. Ellas parecían no darse cuenta, con la mirada perdida la una en la otra, con los ojos verdes esmeralda cubiertos por un velo de lágrimas, con los ojos muy abiertos. El humo Charoí tuvo su efecto, y Alma y Patricia, las dos hermanitas de la calle del Sol, quedaron convertidas en piedra. 

 

 

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