Escritos

Ángeles en los tejados

Se golpeó la cabeza contra el cristal de la ventanilla del coche. Le dolió suficiente como para hacerle despertar. Llevaba media hora dormido en el asiento trasero de aquel coche rojo.

Su padre, atento a la carretera, conducía a gran velocidad entre los campos de trigo espigado. A esas horas de la noche, el silencio y la tranquilidad de aquellas tierras hacía estremecer a Pedro al mirar hacia a fuera.

Su madre, en el otro asiento delantero, también dormía. Dormía abrazada a su viejo cojín de viaje. Le caía el pelo rizado sobre los hombros y bailaba sobre su frente un grupo de mechas cortas debido al aire que entraba a través de la ventana. Era verano y aún a las once de la noche hacía mucho calor. El coche, modesto para una familia modesta, no tenía aire acondicionado.

Pedro carraspeó desde la parte trasera del coche.

–  Hombre, uno que despierta. – Dijo su padre fingiendo sorpresa.

– Me he dado un golpe en la cabeza. – Dijo Pedro mientras se frotaba con ansiedad la sien.

– Ya lo he oído, ha sonado bastante mal.

– Díselo a mi cabeza. ¿Tienes agua, papà?

Pedro sentía la garganta muy seca. Como si hubiera estado durmiendo durante toda la noche. El aire allí era mucho más seco que en la costa y una vez se habían alejado ochenta kilómetros de casa empezaron a notar la piel menos húmeda y la nariz más reseca.

Su padre buscó con la mano derecha sobre el salpicadero. Allí, junto a unas revistas de mamá y varias prendas de ropa, había un poco de comida y dos botellas de agua de medio litro.

Luego estiró el brazo hacia detrás y enseguida Pedro se incorporó para recibir la botella de plástico. Como el camino no era muy bueno, el coche saltaba de vez en cuando. Uno de los baches hizo saltar un poco de agua fuera, luego Pedro apuró un trago largo amorrando los labios al tapón extraible.

Había soñado algo extraño.

Ángeles en los tejados y que caía. Caía desde muy alto, desde la montaña más alta que había subido nunca. Y eso que había estado con su padre en muchas montañas, en Picos de Europa una vez, tan alto que el vértigo le hizo llorar, claro que era más pequeño. Aquella montaña desde donde había caído en el sueño era mucho mayor y caía en vertical, como una pared plana, como el límite de la Tierra. Bebió otro sorbo de agua y luego presionó el tapón para dejar la botella cerrada.

De pronto algo se cruzó en la carretera. Era una figura alargada, que se sostenía sobre dos patas, luego una cabeza redonda, cubierta de pelo, y enterrados, los ojos de color verde brillante. Las luces largas del coche le hicieron detenerse de pronto y se quedó mirando fijamente hacia aquel vehículo que viajaba a demasiada velocidad. Sobre la espalda de la criatura, un par de alas oscuras caían hasta el suelo.

El padre de Pedro gritó tres tacos seguidos, frenó a fondo y el coche resbaló sobre sus ruedas intentando detenerse. La madre de Pedro despertó justo el momento en que estrellaba su frente contra el salpicadero. El golpe le dejó un morado en la frente. Ella también chilló algo a su marido.

Pedro, que había visto surgir la figura de la oscuridad, presintió instintivamente que el coche iba a frenar, así que se asió fuertemente al respaldo de los asientos delanteros impidiendo salir disparado hacia delante, el cinturón hizo lo propio y le sujetó devolviéndolo hacia atrás.

El pequeño coche rojo recorrió los últimos metros dando tumbos. Las ruedas gritaron enloquecidas contra el asfalto. Al final, pareció que el mundo empezaba a detenerse.

– ¿Qué coño ha sido eso? – preguntó su padre, gritando al cristal. Hablaba consigo mismo, pues su padre nunca se dirigía a Pedro diciendo palabrotas. – ¿Qué diablos…

Entonces algo golpeó el techo del vehículo. Fue un golpe sordo, como el de una enorme maza amartilleando un clavo. La chapa se hundió hacia dentro. Un segundo golpe, aún más fuerte, hizo vibrar el coche entero. La madre de Pedro sofocó un grito. El niño, desde su asiento de atrás, se encogió bajo sus brazos.

Había algo allí afuera.

Un guijarro golpeó el cristal derecho de Pedro. Luego los golpes se detuvieron y por unos segundos sólo se escuchaba la respiración de los tres y el ruido del motor.

– Salgamos de aquí, papá – Le dijo a su padre. – Salgamos en seguida.

Pero su padre no reaccionaba, se había quedado completamente rígido sujetando el volante, como una estatua de mármol blanco. Su madre intentó hacerlo reaccionar zarandeándolo con una fuerza casi histérica.

– José, por favor. ¡José! – gritaba.

Entonces siguió la mirada fija de su marido. Su cara era una mueca de terror, la boca abierta, mostrando la irregularidad de su dentadura, la mandíbula desencajada y al fondo la lengua, inmóvil y muerta. José miraba fijamente al cristal, en realidad, más allá del cristal, hacia la noche.

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abbe

2 Comments

  • Es un minirelato que tenía por ahí guardado. El inicio de una historia, una pieza corta sobre un suceso extraño que podría ocurrir a una familia que circula por una carretera secundaria en mitad de la noche. Quería escribir sobre la sensación de mirar a través de la ventanilla, cuando no ves más que la luz de los faros del coche y la oscuridad.

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